El bicentenario de Baudelaire (1821-2021) llega en un momento especialmente álgido de las relaciones entre moral y literatura, entre arte y censura, y quizá uno de los mayores provechos que podamos sacarle sea reflexionar, a la luz baudelairiana (o mejor, a su sombra), sobre estas espinosas cuestiones. Nadie como el autor de Las flores del mal está en mejor posición para recordarnos que ni la literatura ni el arte son un concurso de belleza moral, como tanto se pretende ahora.
Ingenuamente, tras los juicios por inmoralidad a Madame Bovary y Las flores del mal en Francia a mediados del siglo XIX, pensamos que la literatura y el arte no debían someterse a una doctrina moral y menos ser objeto de persecución y censura. Esa era una batalla que el arte parecía tener ganada: la de su autonomía moral. Claro está que a lo largo del siglo XX, desde totalitarismos de distintos signos, aparecieron de nuevo intentos de censurar obras artísticas, pero notablemente a partir de la segunda mitad del siglo, conjurados algunos de esos peligros, la opinión ilustrada occidental coincidía en que la literatura y el arte debían ser completamente libres y no estar sujetos a prohibición o censura. Al que lo intentaba le esperaba, más que una reacción airada, la burla y el ridículo. Ese consenso parece haberse roto (y la ruptura ha comenzado, previsiblemente, en los puritanos Estados Unidos, expandiéndose al resto de Occidente) y he aquí que estamos, en lo que aún es el principio del siglo XXI, censurando obras literarias y artísticas otra vez. Una nueva ola de inquisidores recorre el mundo. Naturalmente, tienen nuevos rostros, no son los adversarios típicos de la libertad artística del siglo XIX (digamos, la iglesia o la moral burguesa), pero a poco de rascar descubrimos que son los mismos, esto es, autoproclamadas autoridades morales, dogmáticas, intransigentes, que, con la excusa de proteger a la sociedad (a la que tratan como a un menor de edad, incapaz de decidir por sí mismo), se arrogan su tutela y proceden a decidir qué sí y qué no debe leer, ver, escuchar, etc. En última instancia, fomentarán la creación y difusión de obras que promuevan únicamente su visión del mundo. La última derrota de la literatura y el arte: no ser un fin en sí mismo, sino un medio de propaganda.
Ya para ellos, en 1857, Baudelaire escribía en “Nuevas notas sobre Edgar Poe”:
Ciertas gentes se figuran que el propósito de la poesía es una enseñanza cualquiera, que debe fortalecer la consciencia, o perfeccionar las costumbres, o, en fin, mostrar algo que sea útil… La poesía –por poco que se quiera adentrarse en sí mismo, interrogar su alma, despertar sus recuerdos de entusiasmo– no tiene otra meta que ella misma; no puede tener otra, y ningún poema podrá ser tan grande, tan noble, tan digno del nombre de poema como aquel que ha sido escrito únicamente por el placer de escribir un poema… Si el poeta ha perseguido un fin moral, ha disminuido su fuerza poética; no es imprudente apostar que su obra será mala.